miércoles, 20 de enero de 2010

PORQUE HAITÍ ES TAN POBRE

Haití, en concreto, tiene algunas desventajas físicas respecto de su vecino, la República Dominicana -menos lluvias, suelo más pobre, los ríos de las montañas dominicanas fluyen en su mayoría hacia el este...-. Sin embargo, los dos países, como escribe Jared Diamond en su extraordinario libroColapso. Cómo las sociedades eligen fracasar o sobrevivir, son el perfecto antídoto para el determinismo geográfico, el mejor ejemplo de cómo son las sociedades las que deciden el destino de un país.

Hagamos un poco de historia. Cuando Colón llega a La Española en 1492 se calcula que habitaban la isla medio millón de nativos, los taínos. Para su desgracia, tenían oro. En 1519 quedaban tan sólo unos 11.000. España tuvo que importar mano de obra esclava, pero pronto encontró lugares en el continente americano de mayor interés.

La negligencia española llevó a la ocupación francesa del tercio occidental de la isla para finales del siglo XVII. El cultivo intensivo de la caña de azúcar, acompañado de una salvaje deforestación y de pérdida de fertilidad del suelo, convirtió a Haití en la colonia más productiva de Francia en 1785. Para entonces, su población esclava ascendía a 700.000 personas, el 85% del total, frente a los 30.000 de la parte de la isla que seguía siendo española.

La rebelión de los esclavos haitianos y la Constitución de la primera república negra en enero de 1804 horrorizó al Occidente blanco. Las nuevas autoridades haitianas legislaron para que nunca se repitiera la tragedia de la esclavitud: no habría más plantaciones, sino pequeñas parcelas de tierra para la subsistencia de cada familia, y se prohibió el establecimiento y las inversiones de los extranjeros.

Al autoaislamiento se unió la exclusión. Haití era la encarnación de la peor pesadilla del colonialismo blanco. Como dice Ian Thomson, autor de Bonjour Blanc, a Journey Through Haiti, "se pensaba que los haitianos eran incapaces de gobernarse a sí mismos porque eran negros. Luego había que probar que eran ingobernables". EE UU, por ejemplo, sólo reconoció la independencia de Haití en 1862, en plena guerra civil. Pese a todo, la pequeña república era aún mucho más rica que su vecina, a la que invadió en varias ocasiones en el siglo XIX. Sin embargo, la República Dominicana contaba con algunas ventajas: no estaba superpoblada, sus habitantes hablaban español y no creole y eran de origen europeo, recibían bien a los hombres de negocios extranjeros y desarrollaron una economía de exportación.

Los países sufrieron inestabilidad política y administraciones atroces -en Haití, de 22 presidentes entre 1843 y 1915, 21 fueron asesinados o expulsados del poder; en la República Dominicana, entre 1844 y 1930 hubo 50 cambios de presidente- y la ocupación durante varias décadas por EE UU. Y después, el despotismo del clan Duvalier y el clan Trujillo. Dos dictaduras cleptómanas cuyas secuelas aún se pueden sentir. No hay maldición geográfica. La suerte de Haití se decidió mucho antes del terremoto de hace una semana.


domingo, 17 de enero de 2010

La frontera que separa la República Dominicana de Haití en la ciudad de Jimaní consiste en un portón metálico parecido al que hay en España en muchos garajes. El viernes por la noche unos soldados dominicanos lo abrían para que un autobús de socorristas de ese país lo atravesara en ayuda de los miles de heridos por el terremoto de Puerto Príncipe. En el lado haitiano de la frontera no había nadie. Tampoco había electricidad en las farolas y en ningún edificio. Tan sólo una extraña bombilla que colgaba de un dintel gracias a un generador y que no alumbraba nada ni a nadie. Pedro Sosa, un médico dominicano, comentó en voz alta, mientras el autobús se internaba por una carretera oscurísima, que seguramente todos los funcionarios habían huido hacia Puerto Príncipe para auxiliar a sus familias.
La anarquía impone su ley
El miedo a la violencia recorre Puerto Príncipe


La tragedia en los ojos de EL PAÍS
FOTOS - GORKA LEJARCEGI - 17-01-2010
Viva cinco días después. Una joven es rescatada con vida por un equipo de ayuda ruso cinco días después del terremoto que asoló Haití el pasado martes.- GORKA LEJARCEGI
La tragedia en los ojos de EL PAÍS - Viva cinco días después
La tragedia en los ojos de EL PAÍS - El descanso
La tragedia en los ojos de EL PAÍS - Un país en ruinas
La tragedia en los ojos de EL PAÍS - Llamas en el Palacio de Justicia
La tragedia en los ojos de EL PAÍS - Huérfanos y heridos
La tragedia en los ojos de EL PAÍS - Hospitales improvisados
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Haití
A FONDO
Capital:
Puerto Príncipe.
Gobierno:
República.
Población:
8,924,553 (est. 2008)
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El chófer conducía preocupado; decía que había bandidos en el camino
Hay mucha gente deambulando de un lado para otro, con la cara tapada
Poco después desapareció la cobertura de los teléfonos móviles. Hacía 20 kilómetros que el autobús avanzaba hacia Puerto Príncipe, convertida desde el martes en una ciudad aplastada e irreconocible.
En los márgenes de la carretera comenzaron a aparecer personas caminando sin destino aparente. En los miserables pueblos que cruzaba el camino había gente arremolinada en torno a una mesa alumbrada con una vela, sentada en sillas de plástico de bar. Una pareja de viejos jugaba a las damas a la luz de un cirio metido en un cubo para que alumbrase algo más.
A los 20 kilómetros de la frontera, esto es, a 30 de Puerto Príncipe, aparecieron los primeros muretes abatidos, los primeros postes de la luz inclinados. Circulaban muy pocos automóviles.
A veces, varias ambulancias veloces dentro de un convoy con todas las luces de emergencia puestas pasaban en dirección del hospital de Jimaní. A veces eran camionetas desechas las que transportaban en la parte de atrás heridos tapados por sábanas. El chófer conducía preocupado: la carretera, según se decía, se encontraba minada de bandidos armados dispuestos a secuestrar coches de extranjeros. Cada vez se veían más casas chafadas, más pisos hundidos o partidos por la mitad.
La gente, con la fachada en ruinas o no, seguía sentada en la acera, en sus sillas de plástico, a la luz de las velas, mirando hacia la carretera.
El autocar sobrepasó el aeropuerto, iluminado con potentes reflectores, y continuó directamente hacia el centro de la ciudad en tinieblas. Había personas con mascarilla y linterna adentrándose en callejuelas derruidas. En una plaza, un montón de neumáticos ardía al lado de una farola inverosímilmente torcida, en un ángulo de 45 grados con el suelo.
Los faros del autocar iluminaron de golpe un esquinazo poblado de centenares de personas acostadas en la calle, de niños con mascarillas abrazados a su madre, de personas durmiendo por miedo a que su casa se caiga encima de ellas o sin miedo a nada porque ya se les cayó. Alzaban los ojos al paso extravagante de un autobús a esas horas en las que no se ve nada, como preguntándose qué les iba a pasar.
Hay contenedores volcados, coches chafados con una pared en el capó, cables que penden como murciélagos, hombres que venden en las esquinas tajadas de carne, pedazos de fruta o un plátano verde.
Hay un edificio de oficinas milagrosamente intacto con todas las luces encendidas: desde la calle se ven los sillones volcados y los cajones abiertos. Hay jóvenes durmiendo en el techo de los coches, calles con una casa destruida y la de al lado no, sin que se pueda saber por qué. Hay un campamento de gente amontonada en la calle detrás de una pancarta que dice en inglés: "Necesitamos asistencia, comida y agua". Hay un supermercado en cenizas. No hay luz, pero los coches pasan alumbrándolo todo con los claxones a todo trapo para no atropellar a los que duermen en la calle.
Hay mucha gente deambulando de un lado para otro, con la cara tapada con pañuelos como bandoleros. Hay un muerto en medio de la carretera envuelto en bolsas de plástico y un cementerio al que le falta el muro exterior. Y un edificio de varias plantas aplastado que se ha quedado con forma de milhojas.
Hay también un hospital de campaña cerca de la base militar donde aparcó el autocar dominicano de madrugada. Pedro Sosa, el médico, acudió a ayudar. En una mesa larga hay una mujer y una niña de tres años que llora así: emite un gemido largo y constante cada minuto, sin parar ni acelerarse. Permaneció tres días bajo tierra, tiene las costillas y la cadera rotas y la mujer de al lado no es su madre porque su madre murió. Un enfermero le da leche de un tetrabrick con una jeringuilla y Sosa se coloca al lado convencido de que el infierno existe y de que ha llegado en autobús.